Hace poco hicimos una visita familiar a un Zoo. Afortunadamente, los zoológicos ya no son como antes. Es decir, sigue habiendo animales y siguen estando confinados, pero ya no hay barrotes de hierro y jaulas claustrofóbicas. Ahora hay escenificaciones que nos intentan acercar al hábitat de cada uno y todo parece algo más natural. En esencia, sigue siendo una suerte de reclusión pero, al menos, con ciertas “comodidades”. Y el espectador no siente esa tremenda pena al ver un pobre león, un oso o un gorila enjaulados en habitaciones de menos de 10 metros cuadrados, con esa abrumante tristeza que se les adivinaba en el rostro.
Uno de los animales que más me llamó la atención en esta visita fue el cocodrilo (el totodilo, según mi hija, la de la madalena, ya saben). Su tamaño asombra, sobre todo esas enormes fauces armadas de unos colmillos terroríficos. Animales de aspecto feroz y enigmático.
Al ver aquellas bestias y volver a mirar, al lado , a cualquiera de mis hijos, el primer pensamiento que me vino a la mente fue, desde luego, que mis dos retoños no les servían ni de aperitivo a esos monstruos. Vamos, ni de entremés.
Sin embargo, observando más detenidamente, parecían los bichos más felices del zoológico.Tan tranquilos, dormitando, tomando el sol, remojándose un poco si hacía demasiado calor y siempre, siempre, con ese rictus en la boca que semeja una irónica sonrisa.
¿Se ríen los cocodrilos?
¿de qué se ríen?
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