lunes, 20 de julio de 2009

Sincronicidades, cuerdas, McCourt y todo lo demás

Hay ocasiones en que la sucesión de coincidencias parece revelar conexiones misteriosas sobre nosotros o sobre los secretos mejor guardados del Universo. Verdaderamente, hay veces que determinados sucesos vienen encadenados de tal manera que resulta imposible no sustraerse a la idea de que una mano oculta, sobrenatural, va engarzando hechos extraordinarios con un propósito que aunque se nos antoje inexcrutable también apreciamos indudable. Creo que pensando en esto, el eminente Jung enunció el Principio de Sincronicidad. De manera similar, Gil Grissom en uno de los capítulos de la Octava Temporada de CSI Las Vegas (La teoría del todo), resuelve una serie de acontecimientos aparente e inexplicablemente relacionados por variables comunes pero en esencia independientes, echando mano, elegantemente, de la Teoría de las Cuerdas.

El último día del curso (no confundir con el último día de clase, son dos acontecimientos diferentes) acabé comiendo en un entrañable bar con dos de los nuevos compañeros de este año, con los que he congeniado más y con los que parece que tengo mayor número de aficiones en común. Una de ellas, curiosamente, fue el bar donde acabamos degustando pescaíto frito y berengenas rebozadas, bien regadas con cervecitas frescas, lugar que me sugirieron instantes antes que lo hiciera yo, una extraña lectura del pensamiento, o una prueba más de que el insconciente colectivo realmente existe. Durante la comida, acertadamente, dejamos de lado los lugares comunes de nuestra profesión (una de las más proclives a la autolamentación) y derivamos hacia terrenos literarios y musicales. Coincidencia en cuanto admiración y extrañeza que nos produce la obra de Paul Auster, recomendación recíproca de obligada lectura de Brooklin Follies por un lado y de El Profesor, Frank McCourt, por otro.

Hoy, cuarenta años después del alunizaje del Apollo XI sobre la Luna, termino la última página de Brooklyn Follies y leo en la versión digital de un conocido periódico el obituario de Frank McCourt.
El viernes había llevado el coche al taller y para hacer tiempo me refugie en la Biblioteca. Allí empecé a curiosear y me vino a la mente la recomendación recibida el último día de curso a mediodía, en aquel patio semisombreado por una parra, entre las nubes que provocan la ingestión simultánea de cerveza y pescado frito. Encontré el libro, comencé a leer y pronto me vi sumergido en el microcosmos neoyorquino de azar, casualidad y necesidad creado por Auster. Retiré el libro para continuarlo en casa y seguí leyendo el fin de semana. Sentí por primera vez la relajación propia de las vacaciones, la absoluta falta de preocupaciones y prisas por no hacer nada, la capacidad de evadirme de la realidad para ser absorbido por una ficción.

Termino el libro, enciendo el ordenador, reviso el correo, le echo un vistazo a las noticias, leo, consternado, la muerte de un escritor, pienso que quizás alguien, en algún lugar, escuche la misma noticia, piense en una novela y también recuerde aquel mediodía soleado en aquel patio, bajo la parra, fragmentos de conversación, extrañas coincidencias y alguna recomendación de lectura...