martes, 11 de noviembre de 2008

Días raros (II)

Iba diciendo que nos montamos en el coche con un par de bocadillos y nos subimos a la Sierra a una hora que cualquier amateur de la montaña consideraría, en primera instancia y no sin cierta razón, poco menos que obscena. Después de la jornada decidí que allá cada cual con sus prejuicios horarios.

El discurrir por la carretera me hizo descubrir nuevas casas y mansiones señoriales donde antes no había más que virginales eriales de roca caliza. Además de nuevas ventas y antiguas nuevas ventas remodeladas al supuestamente estilo rústico de la zona a ambos lados de la ruta.

Llegamos al carril y descubrimos grupos de atareados buscadores de setas, con sus preceptivos canastos de mimbre. Seguimos subiendo hasta llegar al aparcamiento de la zona recreativa. Nos bajamos y comenzamos a andar. Cuando uno se asoma al campo muy de tarde en tarde pero reincide en ir a los mismos sitios (unas veces por comodidad otras por sincero afecto) nota como se van produciendo en él cambios. Unas veces bruscos (esas nuevas mansiones, esas nuevas ventas a la vera de la carretera que antes mencionaba) y otras veces aparentemente imperceptibles. Visitando un mismo lugar en distintos momentos a veces nos damos cuenta que el paisaje ha cambiado sútilmente por el mero hecho que los seres vivos que allí medran resulta que no se están quietos y que ellos también crecen o también mueren. Es reconfortante descubrir cómo aquella mata de encina, pinsapo o quejigo en que nos fijamos hará un par de años porque estaba justo en un cruce de caminos, y por eso nos acordamos, ahora se ha convertido en un arbolillo que puede superar nuestra altura. Particularmente a mi me da una cierta dosis de esperanza en el futuro y me sirve para agarrarme a la convicción de que muchas de las heridas de esta Tierra lo único que necesitan para cicatrizar debidamente es, simplemente, tiempo y que las dejen tranquilas. Nada más.


Caminamos y mis hijos pudieron fijarse en árboles portentosos, bosquecillos umbríos, y misteriosos, prados verdaderamente encantadores, cumbres peladas a lo lejos, árboles centenarios derribados por el paso del tiempo, minúsculas plántulas de esos mismos árboles.


Escucharon el graznido de la chova y del arrendajo. Caminaron entre el barro de algunos arroyuelos y la hierba que en esta época tiene un tono esmeralda único.



Yo había estado por aquí hace cosa de un año, acompañando a unos amigos que hacía poco me habían reencontrado. Resultó curioso que fueran ellos, los de fuera, los que me indicaran unos caminos y unas sendas que yo ya había olvidado.

A eso de las cuatro dimos la vuelta y no avanzamos más por aquello de que estamos ya casi en invierno, anochece antes y no era plan de volver a oscuras al coche y menos con niños.
Llegando ya a la zona recreativa me fijé en una figura, una pose, que me resultaba familiar. Preguntándome si era o no era el que yo pensaba, nos fuimos acercando y, efectivamente, allí estaba. Mira que el campo es grande y me vengo a encontrar, en este día, a esta hora, en este sitio con el mismo colega que hace un año me rescataba del olvido y me recordaba esas sendas y caminos que yo, hoy mismo, repetía, en menor escala, en forma de paseo iniciático familiar...

Un día extraño que comenzaba con la Electrónica Avanzada en el Hogar, continuaba con unos zapatos y un bizcocho casero, seguía con una excursión improvisada y terminaba en un encuentro inesperado...

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