Hay días raros. No sabe uno por qué ni a santo de qué pero ocurre. Dicen que no existen las coincidencias y si seguimos esa tesis el que te salga un día extraño cada cierto tiempo no será por otra cosa que porque tú lo has ido preparando de antemano, has ido creando las condiciones, una tras otra, para que, llegado el momento, una pequeña chispa inofensiva desencadene una serie de acciones y reacciones abrumadoras sin una causa lógica aparente. Hoy mismo sin ir más lejos.
Cuando me desperté esta mañana no se me ocurrió pensar en que este fuera un sábado fuera de lo normal. Un sábado sin lluvia, despejado, que invitaba a trabajar fuera si hubiera tenido la más mínima gana de hacer algo fuera. Mientras desayunaba, mi mujer deshojaba en mi oído la margarita de si íbamos a ir a ver a mi suegra o bien nos acercábamos en un arrebato consumista al Ikea más cercano. Como la cosa estaba indecisa me puse con la E.A.H. (Electrónica Avanzada del Hogar) : probar la nueva tele plana y menear los cables y enchufes de los diversos deuvedeses y vídeos uvehache que nos hacen la vida más soportable. Hice lo que pude. Más de lo que pude teniendo en cuenta que a mi alrededor revoloteaban dos tiernos infantes deseosos de conocer los misterios de la E.A.H. . Visto con cierta distancia la verdad es que fue una pequeña locura desmontar el vídeo uvehacheese con mi primogénito de testigo. Y más conociendo lo largo que son sus dedos para señalar, tocar y aproximarse a donde no se debe.
A todo esto, mi mujer todavía no se acababa de decidir entre mi suegra y el Ikea, así que, adelantándome a los acontecimientos le espeté que yo me iba a comprar unos zapatos enseguida porque los náuticos se me estaban cayendo a pedazos. Antes de salir me aconsejó que no mirara en gastos, que siempre es mejor gastarse un poquito más en algo para que dure más y que además sea más cómodo y más si me los iba a poner a diario. Me fui a la zapatería del pueblo y la encontré,cosa rara, solitaria. Dudé entre los clásicos náuticos de 35 euros o unas botas que me protegerían hasta el tobillo. Encontre también unos zapatos que nada más verlos y nada más probármelos supe que estaban esperando unos pies como los míos. A veces me pasa, sobre todo con zapatos o botas, que es ver y probar y saber, sin duda de ningún tipo, con una certeza tan absoluta que me deja asombrado hasta a mi, que he acertado. Setenta y cinco eurazos pero me quedaban como un guante y después del consejo de mi consorte en la puerta de la casa no había vuelta atrás. Los compré. Y las botas también. Es lo bonito de pagar con tarjeta, que ni te enteras.
Salí de la zapatería como un hombre nuevo, me acerqué a la panadería para llevarme un par de baguetes y recoger un bizcocho casero encargado porque sólo los hacen los fines de semana ( en mi casa no llegan a ver la mañana del lunes) y volví al hogar. Eran ya más de las doce. Me esperaba una propuesta inesperada y sorprendente: ni Ikea ni suegra, hoy tocaba liarse la manta a la cabeza y subirse a la Sierra. El día era bueno, la semana pasada vimos que había nevado algo allá arriba y caímos en que estos niños todavía no conocían de cerca ningún pinsapo. Nos prometimos que los subiríamos pronto, antes de que lleguen los fríos gordos. Así que cuando me hicieron esta propuesta, a una hora tan indecorosa para un excursionista curtido, no supe qué decir. Busqué mis botas de campo y esperé flemático a que se arreglaran todos y que alguno de esos todos dejara ya de jugar con la Nintendo DS.
Cerca ya de la una nos montábamos en el coche...
A todo esto, mi mujer todavía no se acababa de decidir entre mi suegra y el Ikea, así que, adelantándome a los acontecimientos le espeté que yo me iba a comprar unos zapatos enseguida porque los náuticos se me estaban cayendo a pedazos. Antes de salir me aconsejó que no mirara en gastos, que siempre es mejor gastarse un poquito más en algo para que dure más y que además sea más cómodo y más si me los iba a poner a diario. Me fui a la zapatería del pueblo y la encontré,cosa rara, solitaria. Dudé entre los clásicos náuticos de 35 euros o unas botas que me protegerían hasta el tobillo. Encontre también unos zapatos que nada más verlos y nada más probármelos supe que estaban esperando unos pies como los míos. A veces me pasa, sobre todo con zapatos o botas, que es ver y probar y saber, sin duda de ningún tipo, con una certeza tan absoluta que me deja asombrado hasta a mi, que he acertado. Setenta y cinco eurazos pero me quedaban como un guante y después del consejo de mi consorte en la puerta de la casa no había vuelta atrás. Los compré. Y las botas también. Es lo bonito de pagar con tarjeta, que ni te enteras.
Salí de la zapatería como un hombre nuevo, me acerqué a la panadería para llevarme un par de baguetes y recoger un bizcocho casero encargado porque sólo los hacen los fines de semana ( en mi casa no llegan a ver la mañana del lunes) y volví al hogar. Eran ya más de las doce. Me esperaba una propuesta inesperada y sorprendente: ni Ikea ni suegra, hoy tocaba liarse la manta a la cabeza y subirse a la Sierra. El día era bueno, la semana pasada vimos que había nevado algo allá arriba y caímos en que estos niños todavía no conocían de cerca ningún pinsapo. Nos prometimos que los subiríamos pronto, antes de que lleguen los fríos gordos. Así que cuando me hicieron esta propuesta, a una hora tan indecorosa para un excursionista curtido, no supe qué decir. Busqué mis botas de campo y esperé flemático a que se arreglaran todos y que alguno de esos todos dejara ya de jugar con la Nintendo DS.
Cerca ya de la una nos montábamos en el coche...
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