Quedé con el vendedor en que me acercaría a final de semana para ver si había podido conseguirme el cargador del móvil de mi mujer. Antes de él ya me había recorrido creo que todas las tiendas importantes para móviles de la ciudad y no recogí más que evasivas más o menos ingeniosas. Es una marca rara, no trabajamos este modelo, quizá la competencia, un poco más abajo de esta calle, en la tienda de al lado a lo mejor. Cuando uno tiene un mínimo de seguridad en algo ( y no me pregunten cómo se obtiene ese mínimo grado de seguridad en algo porque ni yo mismo lo sé, a mi me viene como un resplandor, una iluminación, un algo que me dice no retrocedas, insiste, no te creas lo que te cuentan...) es capaz de buscar y persistir y aunque no llegue al final del asunto al menos a uno le queda la sensación de haber cumplido, de haber conseguido algo, un pequeño paso, quizás sólo un mínimo de satisfacción personal, no sé si me explico, no sé si me entienden. ¿Qué estaba diciendo? Sí, eso. Hoy me acerqué, bueno, nos acercamos porque fuimos todos, los cuatro componentes de esta minúscula familia, a la tienda de móviles y le pregunté al vendedor si había conseguido localizar el cargador del móvil de mi mujer. Y no, no lo había conseguido, lo intentó en varios mayoristas y nada, nada. En todo caso debería ir a preguntar en la tienda donde compré ese móvil de marca tan rara a ver si allí, lo mismo, tuvieran accesorios. Le repliqué alegremente que se lo había comprado a él y mi mujer, atenta al rebote, remachó que no haría ni año y medio que lo habíamos comprado. El hombre observó el móvil, le dio la vuelta, masculló la marca, sí, esta marca es de la compañía "tal" (porque resulta que hay marcas y modelos que son únicos para cada compañía) Ah, pero mira, ¿lo ves?, aquí, en la entrada del cargador, hay una pestañita metálica doblada, ¿la ves? Bueno, sí, veo un reflejo. Pues va a ser eso, ahí está el problema. Pues lo mismo sí, interviene ella, mi señora (si lee esto habrá consecuencias dramáticas en el hogar, le sienta muy mal que me refiera a ella como mi señora, mi mujer, mi esposa. Yo lo comprendo, quizás tampoco me agradaría que se refiirieran a mí en esos términos, mi señor, mi hombre, mi esposo o, aún peor, mi compañero. Pero no sé de qué otro modo puedo referirme a ella. Lo dejaremos en "ella". Bien, sigamos.) porque fue de un día para otro que no se podía cargar el móvil. Vaya. Pues esto tiene mal arreglo. Un aparato nuevo. Tengo aquí unos de segunda mano, de primerísimas marcas, libres, sin problemas de repuestos y accesorios. Te los dejo por veinticinco euros. ¿Y la garantía?. Para ti, sonríe, te doy seis meses de garantía. Bueno, lo pensamos, voy a intentar a ver si enderezo en casa la dichosa pestaña y el lunes si eso lo hablamos. Va a ser difícil: la tienes que levantar, poner derecha, alinearla como las otras, ahí apenas tienes espacio... Es imposible.
Tengo que admitir que estoy perdiendo visión. Una cierta miopía, creo, imagino que porque uno ya tiene una edad que difícilmente puede asimilarse sin menoscabo físico y pienso que también algo tendrá que ver eso de mirar la pantalla del ordenador durante tanto tiempo en estos últimos años. Así que no me fue fácil ver esa dichosa pestañita metálica que se había doblado. Ahora las entradas de los cargadores de los móviles son como rectangulares y tienen una posición correcta y otra incorrecta que difícilmente puede identificarse. Yo hay pocas veces que engancho bien estas clavijas tan modernas. Es bien fácil equivocarse y forzar los diminutos contactos metálicos de la entrada del aparato. Retirándome un poco el móvil de la cara atisbo el reflejo metálico tumbado y entonces alargo la mano hacia la pinza de acero inoxidable que tiene una historia que contar y que de momento reposa en un posalapices de mi mesa de trabajo. La saco de su funda de plástico (creo que es su original funda de plástico transparente, ya algo rugosa al tacto, con algún extremo a punto de romperse, ya de transparente apenas le queda más que el adjetivo), retiro un tubito de goma negro que hace de protector de las puntas de la pinza para que no se me doblen en una caída desgraciada o no me vayan a pinchar a mi o a alguien porque son realmente afiladas, y ya la tengo a punto. Acerco los extremos, cojo la pestañita doblada, hago fuerza, intento enderezarla, hay un poquito de resistencia. Tardo unos pocos minutos pero creo que lo consigo. Vuelvo a retirar el móvil del rostro y así, como de lejos, me parece que no ha quedado tan mal. La prueba de fuego viene ahora. Enchufo el cargador a la corriente y cojo el extremo y, con delicadeza, lo hundo en la panza del móvil. No se enciende, no hace nada. Pulso una tecla, esa que aparece un teléfono dibujado en color rojo y, albricias mil, surge en la pantallita la imagen de una pila con unos segmentos amarillos intermitentes que antes indicaban carga de la batería, no sé ahora porque el cacharro lleva ya casi una semana en hibernación. Pues sí, venzo a mi incredulidad. Lo he conseguido. Yo solo y estas pinzas de acero inoxidable, de extremos aguzados y resistentes, un verdadero prodigio de la ingeniería.
Esas pinzas dije antes que tenían historia. Hay veces que los objetos vienen a uno para quedarse y hacerte compañía durante muchos años. Amigos fieles que siempre están ahí, que uno tiene cuidado de no traspapelar en cada mudanza y que, normalmente, se les reserva un sitio en especial en el hogar, su sitio, donde sabemos que podemos acudir porque allí estarán, esperando que hagamos uso de ellos. Esta pinza, ya he dicho, tiene el derecho de tener su propia historia. La compré hace mucho tiempo, más de lo que me gustaría admitir. Yo entonces no lo sabía pero era joven. Era mi primer trabajo en condiciones, con contrato, con contrato en prácticas, de seis meses pero contrato al fin y al cabo. Al final del mismo tenías además tres meses de paro. De lo primero que me dijeron en el Laboratorio era que me buscara unas buenas pinzas y me dieron la dirección de una tienda, una Óptica me parece recordar, medio oculta en una bocacalle del centro, donde había que subir unas escaleras y en la planta de arriba una dependiente con bata blanca te enseñaba un amplio surtido de pinzas de precisión de acero inoxidable. Compré las que tengo ahora y entonces me sentí casi como si me hubieran dado el título de licenciado, la alternativa, el pase a la zona vip. Digo compré pero a veces pienso que las cosas, los objetos, al menos algunos, no se compran ni se venden, son ellos los que te eligen a ti. Estas pinzas me estaban esperando. Con ellas, entre otras cosas, he diseccionado flores, he escogido anteras, he determinado especies, me han ayudado a extraerme espinas de zarzas de los dedos y hoy, además, han sido capaces de arreglar un teléfono móvil. Extraordinarias.
Tengo que admitir que estoy perdiendo visión. Una cierta miopía, creo, imagino que porque uno ya tiene una edad que difícilmente puede asimilarse sin menoscabo físico y pienso que también algo tendrá que ver eso de mirar la pantalla del ordenador durante tanto tiempo en estos últimos años. Así que no me fue fácil ver esa dichosa pestañita metálica que se había doblado. Ahora las entradas de los cargadores de los móviles son como rectangulares y tienen una posición correcta y otra incorrecta que difícilmente puede identificarse. Yo hay pocas veces que engancho bien estas clavijas tan modernas. Es bien fácil equivocarse y forzar los diminutos contactos metálicos de la entrada del aparato. Retirándome un poco el móvil de la cara atisbo el reflejo metálico tumbado y entonces alargo la mano hacia la pinza de acero inoxidable que tiene una historia que contar y que de momento reposa en un posalapices de mi mesa de trabajo. La saco de su funda de plástico (creo que es su original funda de plástico transparente, ya algo rugosa al tacto, con algún extremo a punto de romperse, ya de transparente apenas le queda más que el adjetivo), retiro un tubito de goma negro que hace de protector de las puntas de la pinza para que no se me doblen en una caída desgraciada o no me vayan a pinchar a mi o a alguien porque son realmente afiladas, y ya la tengo a punto. Acerco los extremos, cojo la pestañita doblada, hago fuerza, intento enderezarla, hay un poquito de resistencia. Tardo unos pocos minutos pero creo que lo consigo. Vuelvo a retirar el móvil del rostro y así, como de lejos, me parece que no ha quedado tan mal. La prueba de fuego viene ahora. Enchufo el cargador a la corriente y cojo el extremo y, con delicadeza, lo hundo en la panza del móvil. No se enciende, no hace nada. Pulso una tecla, esa que aparece un teléfono dibujado en color rojo y, albricias mil, surge en la pantallita la imagen de una pila con unos segmentos amarillos intermitentes que antes indicaban carga de la batería, no sé ahora porque el cacharro lleva ya casi una semana en hibernación. Pues sí, venzo a mi incredulidad. Lo he conseguido. Yo solo y estas pinzas de acero inoxidable, de extremos aguzados y resistentes, un verdadero prodigio de la ingeniería.
Esas pinzas dije antes que tenían historia. Hay veces que los objetos vienen a uno para quedarse y hacerte compañía durante muchos años. Amigos fieles que siempre están ahí, que uno tiene cuidado de no traspapelar en cada mudanza y que, normalmente, se les reserva un sitio en especial en el hogar, su sitio, donde sabemos que podemos acudir porque allí estarán, esperando que hagamos uso de ellos. Esta pinza, ya he dicho, tiene el derecho de tener su propia historia. La compré hace mucho tiempo, más de lo que me gustaría admitir. Yo entonces no lo sabía pero era joven. Era mi primer trabajo en condiciones, con contrato, con contrato en prácticas, de seis meses pero contrato al fin y al cabo. Al final del mismo tenías además tres meses de paro. De lo primero que me dijeron en el Laboratorio era que me buscara unas buenas pinzas y me dieron la dirección de una tienda, una Óptica me parece recordar, medio oculta en una bocacalle del centro, donde había que subir unas escaleras y en la planta de arriba una dependiente con bata blanca te enseñaba un amplio surtido de pinzas de precisión de acero inoxidable. Compré las que tengo ahora y entonces me sentí casi como si me hubieran dado el título de licenciado, la alternativa, el pase a la zona vip. Digo compré pero a veces pienso que las cosas, los objetos, al menos algunos, no se compran ni se venden, son ellos los que te eligen a ti. Estas pinzas me estaban esperando. Con ellas, entre otras cosas, he diseccionado flores, he escogido anteras, he determinado especies, me han ayudado a extraerme espinas de zarzas de los dedos y hoy, además, han sido capaces de arreglar un teléfono móvil. Extraordinarias.
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