jueves, 19 de julio de 2007

El Consumo

No sé quien habrá dicho que el Consumo es la Religión de nuestro tiempo. Cuando voy a comprar al Hiper me doy cuenta de cuán lúcida y certera es esta frase. Antes, la Religión, entre otras cosas, servía para cohesionar a un grupo en base a esas visitas periódicas de ineludible obligación que ocurrían los domingos por la mañana. Era el momento para repartir saludos en forma de cabezazos, apretones de manos y besos en la mejilla. Reunión donde las familias lucían sus mejores galas y se miraba de reojo para pasar lista y ver quien se había ausentado de la cita semanal. Momento también para reconocer viejas caras de conocidos a los que se les había perdido la pista.

Hoy para hacer eso mismo no hay que esperar al domingo ni tampoco es necesario ir demasiado arreglado. Basta con una ropa algo informal, calzado que no apriete, una moneda de 50 cts. o de 1 euro y un carrito. Suele ser recomendable un vehículo, en el aparcamiento del comercio, y una tarjeta de crédito. Aunque no son requisitos indispensables.
Ya estamos dispuestos para deambular entre altares y hornacinas donde se nos muestran los más exquisitos productos, dispuestos de la forma más apetecible y etiquetados con primor.
Dispuestos a que en cualquier cruce, en cualquier esquina de esas interminables estanterías, nos demos de bruces con algún conocido, o lo atisbemos brevemente por entre los anaqueles de los frutos secos. A veces, un breve intercambio de frases y cumplidos o un par de consejos sobre la bondad de tal o cual marca. Se encuentra uno a cualquiera, hasta al más inesperado, porque, todos, todas, acabamos yendo en peregrinación al mismo lugar donde hacemos las compras de la semana, todas las semanas.

Y aquí he de contar que la persona más inesperada que me he encontrado en el Hiper ha sido a mi propio hijo. No es que se me hubiera perdido entre la sección de Pastas y Bebidas y lo volviera a encontrar en la de Congelados y Lácteos (que eso, de una forma parecida, ya ocurrió una vez). No. Ni en una epopeya tipo Marco, donde el hijo, después de viajar de los Apeninos a los Andes y afrontar las mil visicitudes del interminable viaje encuentra a su padre y ambos se funden en un abrazo eterno, música de violines, lágrimas, sollozos y The End. La cosa es algo más sencilla. Simplemente estaba tan ricamente meditando si llevar espaguettis o macarrones cuando de sopetón se me aparece un niño de cómo metro veinte, unos siete años, de facciones y atuendo extrañamente conocidos. Mi hijo, sin duda, el que yo hacía en casa de unos amigos de la familia. Mira tú por dónde, el padre de esta familia, junto con su hija, invierte sus ratos libres en hacer justamente lo mismo que yo: comprar y mirar. Después del protocolario saludo, mi vástago continúo su camino mientras yo me reponía un poco de la extraña impresión de verlo alejarse con otro.

Desde entonces sé que cada vez que vaya a la compra me puedo encontrar con cualquiera, no importa el tiempo que haya pasado desde que no nos hayamos visto.

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